miércoles, 28 de marzo de 2012
Error
No sé si alguna vez te ha pasado que durante el proceso de vestirte metes tu pierna en la pierna equivocada del pantalón, de tal manera que su pierna desocupada queda colgando a un lado de tu cuerpo. Rápidamente das con una corrección para este error y, como has de calificar todo, terminas calificándolo como "tierno y muy fácil de corregir": en lugar de recomenzar el procedimiento, basta con tomar la pierna colgante y girarla en ciento ochenta grados, utilizando como eje de rotación la pierna que ya has vestido. Efectúas la maniobra y procedes sonriendo a abrigar la otra pierna, aún desnuda. Pero mientras te regocijas de que este tipo de soluciones sirvan como demostración de tu gran ingenio, capaz de reducir a un mínimo el tiempo malgastado, notas que algo anda mal. Ya con el pantalón encajado en ambas piernas y en principio muy bien puesto te das cuenta de que finalmente está muy mal puesto: está al revés. Es más, la única posibilidad de habértelo puesto peor consistiría en que antes hubieses pasado por alto lo exterior que tenía el interior de las costuras (ahora estaría al revés, al revés; en cierto sentido, el doble de mal). Ahora tu error "tierno y muy fácil de corregir" ha pasado a ser un error garrafal, un "derroche irrecuperable de la eficiencia temporal" para ponerlo en términos orgánicos, pero, tras recordar tu buen humor, aquel sentimiento de incompetencia que experimentas no es sino fugaz, dando paso a grandes carcajadas. Te ríes de tu propio error, de tu imperdonable falta de ejercicio de la razón, de lo gracioso que es tu risa de perro; luego de un rato ni siquiera podrías asegurar el motivo. Retorciéndote, piensas en lo bajo que has podido caer, en cómo una vez más te has transformado en tu hazmerreír personal. Aunque, ¿por qué le das tanta importancia?, ¿tan en alto te tienes como para que incluso te reproches así el no haber podido mantener tu compostura ante nadie más que tú? Buscando evadir tu incapacidad para dar con la respuesta, comienzas a analizar tu reacción. ¿Tiene alguna pizca de gracia aquella burda muestra de torpeza? Tras la negación de esta interrogante, concluyes que es absolutamente imposible que hayas reído. Pensándolo mejor, es mucho más factible que hayas llorado. Puedes encontrar la evidencia necesaria al mirar tu reflejo, alrededor de tus ojos, sobre tus mejillas. Sí, efectivamente parece que lloraste un poco. De esta manera has querido transmutar tus convicciones en hechos, manipulando la realidad a tu conveniencia, atentando contra toda buena práctica científica. Esta falta de honestidad termina atormentándote aún más. Pero lo que más te molesta es lo innecesario de todo esto. Tú no puedes ser así. Algo ha cambiado. En primer lugar, dada tu condición, no usas pantalones. Alguna vez usaste, es verdad, pero optaste por destruirlos salvajemente luego de considerarlos incómodos. Por otro lado, tu conciencia no ha llegado a ser lo suficientemente desarrollada como para que sientas necesario efectuar juicios de valor de esta naturaleza. Concluyes que se trata de un sueño, y despiertas recostado en tu casa en el momento exacto antes de que alces el vuelo, lo cual es imposible de determinar. No recuerdas nada de lo que creíste vivir. Sólo sabes dar la mano. Siendo sincero, creo que he inventado la mayor parte de esto.
Alegoría
Todo el mundo sabe que el alcohol constituye un multiplicador de la extroversión por un factor cercano a cuatro. Su escasez, sumada a un déficit de confianza y a un exceso de seriedad, puede ocasionar la conocida degeneración del carrete hacia una dialéctica semiformal en torno a contenidos de improvisada madurez, con la moderación justa para no quedar mal, como ortodoncia metálica o el calor que hizo ayer. En este estado y pasadas las tres de la mañana, cualquiera preferiría ir a descansar, pero hacerlo implicaría al mismo tiempo confesar la falta de incentivo entrañada en mantener la conversación. La situación más severa se da cuando todos los congregados comparten un pensamiento parecido, y puede pasar una infinidad de tiempo hasta el anhelado quiebre. Todos quieren dormir, pero nadie puede hacerlo por culpa de los demás, o, más bien, de una convicción personal e incuestionada surgida en base a lo que de prejuicio se cree que a ellos molestaría. Sin otra opción, pasaron más de sesenta horas forzando risas, suspirando y ocultando bostezos. Se cortó la luz y todos murieron. Eran robots.
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