"Tonta, tonto, tonta, tonto, tonto, tonto, tonto, tonta, tonta, tonta, tonta, tonta, tonta, tonto, tonto, tonta, tonto, tonto, tonto, tonto, tonta, tonto, tonto, tonta, tonto, tonto, tonta, tonta, tonto, tonto, tonta, tonta, tonta, tonto, tonto, tonto, tonta, tonto, necio, tonta, mas briosos por arte de birlibirloque. Cuando otrora distinta suerte deparábanos menuda calamidad, hoy no podemos sino hacer aguarde en antediluviana plegaria." - Tratado de la Naturaleza Humana, D. Hume (1739)
El pequeño dinosaurio rojo abrió el cierre y se asomó hasta el cuello por el bolsillo de la mochila. Sus ojos amarillos se alinearon con los de su víctima. Con malicia le enseñó sus finísimos dientes a la niña, quien se sobresaltó y botó su helado al suelo. La diminuta criatura retornó rauda a su escondite, pues habiendo visto aquello se daba por pagada. No había pasado un minuto de esto cuando la niña se había puesto a llorar a mares, no por la suerte de su helado, sino porque nadie tomaba en serio su fantástico relato. Ni siquiera parecía interesarles; después de todo, no era más que una niña. Oír su llanto ponía más contento al pequeño dinosaurio. Disfrutaba sumiendo a otros en la soledad, aunque fuera en las soledades más enrevesadas. Esto lo hacía sentirse parte de algo.
viernes, 20 de septiembre de 2013
viernes, 13 de septiembre de 2013
Los tigres
Cuando salía a jugar al patio, entre que corría y corría incansablemente entre las ligustrinas y alrededor del membrillo miraba de vez en cuando a mi bisabuela. Ella sacaba una silla de la casa para acompañarnos y tomar el fresco en las tardes de verano. A partir de cierta ocasión, comenzó a sacar también sus palillos y bolsitas con ovillos de lana para continuar con el tejido de la piecera que por muchos años posteriores adornó los pies de mi cama. Todos elogiaban los tejidos de mi bisabuela, pero a medida que su vista se debilitaba mantener esta ocupación se le fue haciendo cada vez más difícil. Así, los cinco tigres que rugían sobre la piecera, cabezones y algo desproporcionados, representan su última y, considerando las circunstancias, más ambiciosa incursión en el arte del tejido. Una vez terminados, aseguró una y otra vez que le quedaron justo como quería.
Poco antes de su muerte, conectada a un respirador, no sé por qué le pregunté si se acordaba de los tigres. Esbozó una sonrisa, se quitó momentáneamente la mascarilla y creo que la oí decir:
- En poco yo seré los tigres.
Poco antes de su muerte, conectada a un respirador, no sé por qué le pregunté si se acordaba de los tigres. Esbozó una sonrisa, se quitó momentáneamente la mascarilla y creo que la oí decir:
- En poco yo seré los tigres.
domingo, 8 de septiembre de 2013
Tarde de sábado
La niñita llevaba dos horas esperando a su papá. Este la había dejado en el auto tras indicarle que se portara bien y lo esperara ahí. No era la primera vez que aquello sucedía. Prueba de esto es cómo la niñita había aprendido a entretenerse repasando mentalmente el estado de las relaciones interpersonales que mantenían sus juguetes. La ventana del conductor había quedado entreabierta, pero el viento de la tarde era cálido y por poco contribuía con el sofocamiento.
La niñita se asustó cuando su papá abrió la puerta. El hombre miró a su hija, esbozó una sonrisa torcida y maloliente, y como chorreando las palabras le dijo:
- Aquí tiene mi niñita. Vaya y cómprese un dulce, pero espéreme aquí sentadita después.
Sin darse cuenta, el padre desembolsó un billete de diez mil pesos, le acarició torpemente el pelo a su hija y de un salto volvió a abandonarla. Enunciar en voz alta las innumerables posibilidades que el billete le ofrecía puso a la niñita muy contenta.
La niñita bajó del auto, cerró la puerta y tuvo que caminar un poco a través del estacionamiento del supermercado. En ese minuto, nada ni nadie le importaba más que su papá. Por eso, y solo porque necesitaba apaciguar su apetito, decidió comprarse para ella nada más que un paquete de cabritas y una cajita de jugo. Cautivada por un profundo sentimiento de gratitud, usó el resto del dinero para comprar un documental en DVD sobre los pingüinos de Humboldt, porque recordó la vez en que con su papá había ido a verlos en el zoológico. "Sus panzas son blancas como la nieve; así los hijitos pueden hacer dibujos sobre la guata de sus mamás", le había asegurado su padre en aquella ocasión. De seguro a él le encantaría poder volver a contemplar tan maravillosas aves cuando quisiera, aunque tuviera que ser en la tele.
El padre tardó aún dos horas más en regresar al auto. Para entonces ya estaba oscuro. La niñita se había quedado dormida en el asiento de atrás. Antes de dormirse había escondido el DVD debajo del asiento del copiloto. Para la próxima tarde de auto, se pondría el vestido con bolsillo de canguro. Ahí guardaría el DVD hasta el cumpleaños de su papá. Dentro de su ebriedad, el padre sintió algo de envidia de la niñez de su hija. Sin siquiera encender las luces, se echó a correr por las calles y a las pocas cuadras se estrelló contra un poste de alumbrado público. Podría decirse que el accidente fue benévolo. La niñita se golpeó en la cabeza y se puso a llorar. Producto del impacto, el DVD se deslizó fuera de su escondite y quedó al descubierto sobre la alfombra. Al verlo, el padre, dentro de su aturdimiento, también lloró.
La niñita se asustó cuando su papá abrió la puerta. El hombre miró a su hija, esbozó una sonrisa torcida y maloliente, y como chorreando las palabras le dijo:
- Aquí tiene mi niñita. Vaya y cómprese un dulce, pero espéreme aquí sentadita después.
Sin darse cuenta, el padre desembolsó un billete de diez mil pesos, le acarició torpemente el pelo a su hija y de un salto volvió a abandonarla. Enunciar en voz alta las innumerables posibilidades que el billete le ofrecía puso a la niñita muy contenta.
La niñita bajó del auto, cerró la puerta y tuvo que caminar un poco a través del estacionamiento del supermercado. En ese minuto, nada ni nadie le importaba más que su papá. Por eso, y solo porque necesitaba apaciguar su apetito, decidió comprarse para ella nada más que un paquete de cabritas y una cajita de jugo. Cautivada por un profundo sentimiento de gratitud, usó el resto del dinero para comprar un documental en DVD sobre los pingüinos de Humboldt, porque recordó la vez en que con su papá había ido a verlos en el zoológico. "Sus panzas son blancas como la nieve; así los hijitos pueden hacer dibujos sobre la guata de sus mamás", le había asegurado su padre en aquella ocasión. De seguro a él le encantaría poder volver a contemplar tan maravillosas aves cuando quisiera, aunque tuviera que ser en la tele.
El padre tardó aún dos horas más en regresar al auto. Para entonces ya estaba oscuro. La niñita se había quedado dormida en el asiento de atrás. Antes de dormirse había escondido el DVD debajo del asiento del copiloto. Para la próxima tarde de auto, se pondría el vestido con bolsillo de canguro. Ahí guardaría el DVD hasta el cumpleaños de su papá. Dentro de su ebriedad, el padre sintió algo de envidia de la niñez de su hija. Sin siquiera encender las luces, se echó a correr por las calles y a las pocas cuadras se estrelló contra un poste de alumbrado público. Podría decirse que el accidente fue benévolo. La niñita se golpeó en la cabeza y se puso a llorar. Producto del impacto, el DVD se deslizó fuera de su escondite y quedó al descubierto sobre la alfombra. Al verlo, el padre, dentro de su aturdimiento, también lloró.
sábado, 7 de septiembre de 2013
Ocupaciones para una vida plena
Hipócritamente imploró a Dios la prolongación de aquel momento hasta una eternidad. El hombre era lúcido, se percataba de lo pueril de su plegaria; tan desoladora era la angustia que lo embargaba. A medida que la intensidad del sentimiento se debilitaba y cada beso y cada caricia se tornaba más sombría que la anterior, sentía cómo el peso del mundo se le encaramaba por las piernas y le trepaba por la ingle y el torso, se inmiscuía entre sus costillas y le dificultaba la respiración. Anhelar el anticipo de su propia muerte aliviaba en parte su congoja. Entonces llegó el momento del segundo y definitivo adiós. Cuanto pudo retuvo la última imagen de aquellos ojos de paisaje que por siempre le serían ajenos. Mientras se alejaba, tentado de ir otra vez a su encuentro, repletó voluntariamente su cabeza con las diligencias laborales más urgentes que debía atender y repasó algunas de las molestas convenciones a las que suscribía. La formula práctica ante la cual el miedo lo había hecho someter su espíritu.
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