sábado, 7 de septiembre de 2013
Ocupaciones para una vida plena
Hipócritamente imploró a Dios la prolongación de aquel momento hasta una eternidad. El hombre era lúcido, se percataba de lo pueril de su plegaria; tan desoladora era la angustia que lo embargaba. A medida que la intensidad del sentimiento se debilitaba y cada beso y cada caricia se tornaba más sombría que la anterior, sentía cómo el peso del mundo se le encaramaba por las piernas y le trepaba por la ingle y el torso, se inmiscuía entre sus costillas y le dificultaba la respiración. Anhelar el anticipo de su propia muerte aliviaba en parte su congoja. Entonces llegó el momento del segundo y definitivo adiós. Cuanto pudo retuvo la última imagen de aquellos ojos de paisaje que por siempre le serían ajenos. Mientras se alejaba, tentado de ir otra vez a su encuentro, repletó voluntariamente su cabeza con las diligencias laborales más urgentes que debía atender y repasó algunas de las molestas convenciones a las que suscribía. La formula práctica ante la cual el miedo lo había hecho someter su espíritu.
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